FOTOLIBERTAD 2011.

FOTOLIBERTAD 2011.

CUENTO

MUERTOS

Mauricio Ramos Morales*

Cuarenta y tres mil. Total de personas que matará. Con sus propias manos o con las de otros, a través de sus ordenes. La manera será distinta, batallas, fusilamientos, ahorcamientos, quemazones y otras. Los lugares serán muchos, repartidos en dos países, un puñado de estados, de norte a sur primero, luego, de regreso, más al norte. Las tardes, noches o madrugadas en que fallezcan todos serán diferentes, frías o calurosas, con lluvia, neblina o viento. Pero en algo coincidirán los decesos. Tendrán que ser, por el bien de un país, a causa de la revolución. Por eso van a registrarse, junto a muchas otras cosas sobre sus andanzas, en una carpeta que entregará cuando se rinda, después de que muera Carranza.

Se hablará mucho de él, de la razón de las muertes, de su influencia en el movimiento. Va a ser odiado, respetado, venerado, convertido en mito y leyenda. Seguido y perseguido, líder, héroe, asesino y salvaje bandido. Él mismo va a morir, acribillado, a pesar de que, supuestamente, la revolución haya acabado.

Pero antes de que pase todo eso, antes de que inicien las anotaciones, voy a estar yo. Habrá, según los ociosos que se dediquen a la historia, varias versiones, cambiaran a tal grado que me costará reconocerme en ellas, será difícil saber si realmente fue así como sucedió. Primero hubo rumores en la hacienda, aquí en Gogotijo, después se empezó a escribir en los libros.

Se hablará de aquella tarde de mil ochocientos noventa y cuatro. Esa en que él, huérfano responsable de su familia, regresaba del trabajo, cansado, lleno de polvo y con mucha hambre. Las cosas le parecían normales: la gente de todos los días, los caminos polvorientos, las casitas pobres de los pobres, los niños corriendo y ensuciándose, ganándose las nalgadas, perros hambrientos merodeando los rincones y buscando comida, borrachos tendidos en el suelo, niñas y mujeres bonitas creciendo en belleza cada día; pero en su casa había pasado algo diferente, espantoso para su madre y hermanas. Para mí fue cualquier cosa, quería que pasara, tenía que pasar, era el patrón y debían obedecerme.

Ella era sencillamente una chamaca cualquiera, una más. Para mi mala fortuna y la de todos esos miles, él de cualquiera no tenía nada.

Debí ser yo el primero en ver su mirada furiosa.

Mientras se acercaba, con paso amenazante, tomo el cuchillo que colgaba de su cinturón, sentí miedo, quise pedir perdón, juré que no lo volvería a hacer. No saldría de la hacienda a mirar las viejas trabajando, me olvidaría al instante si una me llegaba a gustar, ignoraría los senos y vientres delineados por las blusas empapadas de sudor,  las piernas desnudas por el revoloteo de las faldas, no las seguiría a sus casas, no entraría en las mismas a la fuerza, respetaría sus cuerpos, dejaría el honor intacto. Pero no quiso escucharme, aventó su mano contra mi pecho, clavo el puñal todo lo hondo que pudo, mientras el metal dejaba salir mi sangre todavía recordé el asalto, los golpes y suplicas de la madre, los gritos de la niña, el placer arrebatado, la inocencia fastidiada. La verdad es que hubiera seguido así por mucho tiempo, si ella no lo hubiera tenido de hermano. 

Total que me morí, él escapó, se volvió un fantasma en la sierra, desde ahí llegó hasta una silla codiciada, al centro en una foto famosa; en el camino hizo muchas cosas por defender a las personas, por buscar su bien. Mató hasta el hartazgo y él mismo murió, según se dirá, por buscar un ideal compartido. No se si se acordará que fue a dar a las filas revolucionarias nada más por defender a su hermanita. No se si sepan que de los muertos de Villa, yo fui el primero.


·         Integrante del taller de narrativa juvenil del Instituto Tlaxcalteca de la Cultura.

QUE HAGO?


LA BATALLA.
Reproducción sobre amate (60 cms. X 420 cms.) del mural de la zona arqueológica de Cacaxtla, Tlaxcala.


                                                                                     Febrero 2011.